Seguir activo es seguir productivo.
En la vejez, se acepta con menor dificultad el dejar de aportar lo que antes se aportaba; pero, aceptar la posibilidad de dejar de realizar las actividades de la vida diaria, es algo que se asume con dolor y sufrimiento, ya que implicaría convertirse en una persona inútil, en una “carga”
Lo anterior, es particularmente relevante en el contexto de una sociedad utilitaria y de consumo, en donde ser productivo significa progreso, aspirar a satisfacer necesidades básicas y otras que pueden resultar más superficiales, pero que son valoradas como importantes.
Igualmente la idea de “ser útil” es muy valorada en nuestra sociedad, ya que además de implicar ser independiente o autosuficiente, también se relaciona con la posibilidad de hacer algo por y para los otros.
Por ello, cuando ya no se puede cumplir con este requerimiento social, surge una serie de dificultades de índole diversa que hacen de este fenómeno un problema social.
Una causa de temor e incertidumbre en todo ser humano es la posibilidad de dejar de ser productivo, sobre todo los hombres, quienes culturalmente han tenido el rol de proveedores; el dejar de proveer o disminuir su capacidad de aportación económica al hogar (ya sea porque no pueden trabajar o porque el monto de su pensión no alcanza), implica perder parte del poder que se adquiere con el ingreso y trastocar un rol que ha desempeñado por mucho tiempo, la exclusión, a menudo involuntaria del mercado laboral, produce en los mayores un sentimiento de marginalidad.
En el caso de las mujeres mayores, que en su mayoría no estuvieron insertadas en el mercado laboral, que se dedicaron al hogar, a la crianza, al cuidado de enfermos; algunas incluso realizaron actividades generadoras de ingreso, pero este trabajo no ha sido visto como una actividad productiva, sino más bien como un rol de género.
Para ellas, dejar de ser activas, dejar de servir, significa perder una parte importante de su identidad y de su sentido de vida.